DE EL MERCURIO.COM
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El conflicto educacional, que se extiende ya por más de tres meses, entra a una fase en que los costos para las partes se hacen cada vez más patentes y, por tanto, en casi todos los escenarios su desenlace enfrentará realidades educacionales adversas, imposibles de soslayar, aun para aquellos protagonistas cuyas posturas se sustentan en una alta cuota de utopía.
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A aquellas instituciones que están en paro de actividades -escuelas municipales, particulares subvencionadas, universidades-, lo prolongado del mismo les está creando dificultades financieras crecientes y cada vez más difíciles de sobrellevar, pues están comenzando a perder los ingresos que normalmente deberían recibir de sus alumnos, y las subvenciones estatales, becas o créditos que otorga el Estado enfrentan dificultades administrativas y legales para poder seguir fluyendo hacia ellas.
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En esas condiciones, una parte de la planta académica ve peligrar sus remuneraciones y, de continuar esta situación, el panorama que se vislumbra resulta poco alentador. Para los alumnos y sus familias (tanto aquellos que apoyan el paro como los que no participan de él, pero están matriculados en instituciones paralizadas), la probabilidad de perder el año está llegando al punto de no retorno. Esto causa gran trastorno familiar y, para muchos estudiantes, un grave accidente en su desarrollo educacional, pero varios líderes estudiantiles han manifestado su disposición a perder el año si fuere necesario, pues consideran que lo que está en juego va más allá de un año más o menos de estudio, y que su lucha tendrá repercusiones para muchas generaciones futuras de estudiantes, de modo que su eventual sacrificio actual se vería así altamente recompensado.
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Es en este momento cuando debe contrastarse el ideal que esos jóvenes tienen en mente con la realidad educativa permanente que será necesario retomar en algún momento, independientemente de cuándo eso ocurra.
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En el ámbito escolar, si ellos tienen éxito y se aprobare la eliminación del lucro, ¿dónde estudiarían los alumnos de los actuales colegios particulares subvencionados con fines de lucro? ¿En las escuelas municipales? ¿El Estado expropiaría esa infraestructura para poder hacerlo? Y, más importante aún, ¿mejoraría por ese solo hecho la calidad de la educación pública, organizada burocráticamente desde el Ministerio de Educación, fiscalizada por la Contraloría y entregada pedagógicamente por un sindicato de profesores que se niega a ser evaluado?
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Del mismo modo, en el ámbito universitario, las universidades estatales que no son de excelencia ¿mejorarán su desempeño porque las privadas no puedan arrendar su infraestructura a sociedades relacionadas? ¿Habrá un mejor sistema universitario porque la iniciativa privada se prohíba en el sector educación?
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No se advierte la relación entre la aspiración abstracta y altamente ideológica como el movimiento estudiantil imagina la organización educacional del país para el futuro, y las posibilidades reales de que eso se traduzca en un mejoramiento de su calidad. El fin del lucro, la gratuidad de los estudios y el cambio del sistema -pivotes de las demandas del movimiento estudiantil- constituyen consignas que en sí mismas no mejoran la educación del país.
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Por eso, sería más sensato que sus líderes utilizaran el considerable espacio de diálogo abierto por el Gobierno, abocándose a resolver los problemas más inmediatos de financiamiento y calidad ya planteados, estableciendo menos condiciones previas, y balanceando sus ideales abstractos con las realidades concretas que enfrentan.
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Eso denotaría una madurez que cabe esperar de sus talentos ya demostrados en otros ámbitos.
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